martes, 28 de junio de 2011

Génesis

El viento sopla en Aguas Verdes. Es invierno. Desde la ventana de su pieza, Marina mira el mar, que se mezcla con el cielo en un gris omnipotente que desfigura el horizonte. Está sola y sabe que es mejor así. Que atrás quedaron sus hijos, su padre, sus amigos, sus perros y hasta su gata. A Melina le hubiera gustado traerla , porque es silenciosa y confiable , libre, serena; pero no iba a aguantar el encierro en la gatera ni aún sedada.
Melina es como ella, se parecen.
Marina abre el bolso y saca la poca ropa que ha traído para los dos o tres días que piensa quedarse. Aún no sabe bien para qué vino, pero es lindo estar en medio de la soledad y tan cerca del mar que hasta puede escuchar las olas. Una gaviota pasa bajito, no tiene miedo, no hay turistas ruidosos ni niños a medrentadores de gaviotas.
Abajo, en el fondo del bolso, está el libro. Se arrugó un poco la solapa, Marina lo alisa cuidadosamente, acaricia la tapa, huele las hojas medio amarillentas. Es un libro que perteneció a su madre, muerta desde el inicio de los tiempos.
Tiene tres días para leerlo ( ya decidió que van a ser tres); para encontrar algún enigma, algún subrayado que denote un sentimiento, una idea; alguna lágrima incrustada en la tinta.
Se recuesta en la cama, el libro al lado, en la mesita de luz. Marina escucha el mar, el viento, el ladrido de un perro lejano. Imagina al perro, lanudo , te con leche, tipo labrador, sacudiéndose el pelo porque las olas lo acaban de salpicar.
A los pocos minutos se queda dormida y sueña. Sueña con una niñita de pelo largo y lacio, con un flequillo rebelde, uniforme de colegio, medias caídas. Sueña con tres escalones de mármol. La niña se sienta a esperar. Espera y espera pero nadie llega.
 Cuando despierta se da cuenta de que la niña es ella, que ella también espera y le viene al pecho algo parecido a la angustia, siente ganas de llorar; el sueño la dejó sensible. Se levanta a hacerse un te. La tarde cae sobre Aguas Verdes. Va a anochecer pronto. Durmió mucho más tiempo del que pensaba. Tras la ventana , el mar está enigmático, hay que adivinarlo. Sólo un reflejo blanco en la espuma de la orilla.
El libro sigue ahí, quieto, esperándola. Ella quiere saber, quiere saber algo sobre los misterios de su madre. Va a encontrar allí las palabras que su padre nunca le dijo. Va a llegar a su origen, a entender esa línea sutil que la separa de todos los seres vivientes que ella conoce. Hasta Melina sabe que su madre era una gata tricolor , naranja , negra y blanca, que cazaba palomas, que le gustaba dormir al lado de la estufa.
El té tiene sabor a hierbas de las sierras. El mar sigue su ciclo, la noche cae como un abismo negro. Comienza a llover despacito, pequeñas gotitas sobre la ventana. La casa está fría y Marina enciende las estufas. Le gustaría ser un gato, sentir el placer del calor en su cuerpo, andar por los techos , alimentarse de palomas.
Sentada al borde de la cama, Marina mira al libro de reojo, no lo toca. Piensa que mejor comenzar la búsqueda mañana, al otro día. Ahora está cansada, a pesar de haber dormido. Las seis horas del viaje se hacen sentir en su espalda. se acuesta y vuelve a dormirse. esta vez no sueña nada , o no lo recuerda.
 
La mañana está fría y húmeda, pero Marina camina descalza por la playa y siente una extrema sensación de libertad. Como está sola no le importa estar despeinada, sin arreglar y con la arena incrustada en la cara. LLeva el libro con ella y teme que se moje, el viento salpica gotitas del inmenso océano.
Ella busca un lugar donde sentarse a leer, pero no hay nada, la arena está mojada, y el mar está crecido. Algunas algas se revuelcan sobre la orilla para volver a adentrarse entre las olas. Las gaviotas buscan su alimento. Un hombre camina al lado de ella , en dirección contraria , tan absorto que ni siquiera la ve. Marina se siente invisible y liviana. Decide volver a la casa para leer, después del almuerzo. Resguarda al libro, se puede estropear.
 
La casa conserva el calor del día anterior, Marina se hace una sopa y recuerda a sus hijos que ni siquiera la han llamado. El celular está prendido, pero allí, tan cerca del océano y con alguna verdad suprema a punto de revelarse, es un aparatito inútil e insignificante. Hay algunos mensajes, amigos que quieren saber como está.
 
Pasa un perro saltando de alegría, Marina sonríe, es té con leche, parecido a un labrador. "Bruja " le hubiera dicho él, que está tan lejos como todos.
Por su mente pasan las imágenes de antes de subir al micro, recomendaciones para los chicos, absortos en la pantalla de la computadora, el bolsón de comida para perros, Melina desperezándose en su propia cama, él saludándola como cualquier otro día y muchos, muchos mensajes de texto. Todo lejos. Ahora están ella y el libro. Al dejarlo arriba de la mesa , Marina nota que algunas hojas se soltaron, las acomoda, sin abrirlo; ya va a llegar el momento, el hechizo de la primera vez no puede romperse.
 
Otra sopa, un sanguchito de jamón, la tele, el noticiero del mediodía que visto en estas circunstancias parece de un país extranjero y totalmente desconocido. El mar, la lluvia otra vez. El gris y la inmensidad casi al alcance de sus manos.
 
Suena el celular. Uno de sus hijos. No sabe que hacer, Melina se descompuso, no, no encuentra el número de la veterinaria. No sé, vomita , parece que tiene hipo. No encuentran la plata y vino el cobrador de los libros. No, no, no recuerdan nada. claro, la pantalla les comió el cerebro, casi grita Marina: Su otro hijo tiene fiebre o algo parecido. preguntas, gritos, la tele encendida, el celular apagado. Tiene que volver, no hay duda.
 
Menos mal que no sacó el pasaje , piensa, mete la ropa en el bolso, sale apurada casi corriendo hacia la terminal. Antes de llegar , pasa por la biblioteca del pueblo. Nunca antes la había visto, antigua, casi colonial, muy linda, con malvones en las ventanas. Casi sin pensarlo, entra.
Vine a donar esto, dice. Y casi tira el libro sagrado en el mostrador de entrada, ante la mirada indiferente de una vieja que debe ser la bibliotecaria.

miércoles, 30 de marzo de 2011

Cuento de Niño Rubio.

Allí estaba el libro, un libro de casi seiscientas páginas, abierto antes del prefacio.En esas páginas que nadie ve, estaba la foto impresa en blanco y negro. Era una foto escolar, tomada en las afueras de un pueblo marino.
Un grupo amplio de varones, de alrededor de los diez años, vestidos con camisa y corbatín. En el centro estaba él, un niño rubio con la mirada perdida frente al mar, sin mirar la cámara. El viento le arrastraba los cabellos y sus ojos eran grandes , melancólicos, hartos de jamás ver las cosas de este mundo.
Todos los demás niños se veían apenas , estaban pintarrajeados en fibrón , casi tachados. Sola, como una aureola, la cara del niño rubio.
Quise rebuscar su nombre entre las líneas que aún quedaban vivas, se llamaba Martín y el autor le había dedicado el libro; es más, el niño era la razón de ser de ese libro.
¿Por qué? El misterio azotaba la noche y una luz muy tenue penetró entre las páginas.No sabía como había llegado el libro hasta allí, pero entre el aullido del viento nocturno, supe inmediatamente que quién había borroneado a todos los demás niños había sido yo y que había dejado la cara de Martín sola, para mirarla, reconocerla entre medio de los tiempos, decirle cosas , reflejarme en sus ojos sin vida.
Había dejado la cara de Martín muerta ,muertísima, frente amí; mirando una lejanía que él amaba , pero que nunca había visto y ese no existir de un horizonte no vivido, me hacían querer volver.
A dónde , no lo sabía.Cerré la tapa casi con violencia y me dirigí hacia la puerta ; casi en el frío umbral de mármol, un saber trituró mis sentidos.Martín era mi hijito muerto.
Por qué un escritor casi desconocido, había puesto la foto de mi niño muerto en su libro y se lo había dedicado, como una razón de ser.La foto de él , que jamás llegó a ver el mar, pero que seguramente lo amaba tanto como yo. ¿Quién era el escritor?¿Por qué su libro había llegado a mí?

Regresé a la sala, volví a mirar su foto, supe que las respuestas jamás llegarían , leí el título, el nombre del autor y le agradecí en silencio el haber conocido tu rostro, Martín, hijito. Ahora sé como te llamás, ahora sé de tu mirada, ahora sé donde acunarte entre tanta eternidad.En el medio de una noche cualquiera, con viento y luz de vela, tuve el descubrimiento más doloroso y más bello.

Al fin conocer tu cara, desde siempre muerta, pero mirando al mar.

martes, 8 de marzo de 2011

Alta Temperatura de la Atmósfera.


                    
     "... era de todo menos hembra"

                                                         Florencia Menéndez


El viento lastimaba y el mar amenazaba. La palabra "inhóspito", tantas veces leída, tantas veces vacía, estaba ahí.
La arena era dura y de un amarillo sucio y largos pastos crecían al descuido, largos, ásperos. Látigos verdes esparcidos por el arenal.
Yo sólo quería pensar. Decidir entre regresar o quedarme avivir en ese mundo para siempre. Llevaba un trapo descolorido sobre el pecho, arrollado, como un niño triste.
Me tumbé en la playa de cara al sol (otra frase no puedo poner). Los rayos eran agresivos como la arena que el viento incrustaba en la piel, como pequeñas piedrecillas de tortura.
Pasó un tiempo, un tiempo marino, o sea , indefinible.
Ahí apareció.
Las pupilas dilatadas , los ojos casi naranjas sobre una piel que parecía verde, una voz de otro mundo que recitaba el poema más bello, más cruel y más peligroso que se podía escuchar. Son palabras que no quiero repetir.
Su cara estaba casi pegada a la mía, tenía que romper el hechizo y le pregunté cuánto quería. Me mostró cuatro monedas de 25 centavos, plateadas y refulgentes. Creo que me quedé ciega por unos segundos. Me lamió. El intento había sido infructuoso.
Se quiso tumbar al lado mío, pero el viento se lo impedía. Me levanté para mostrarle los hilos finos de sangre que corrían sobre mi espalda. "La arena lastima", creo que le dije , pero al final lo consiguió.
A mi lado, murmuró algo, pero ese murmullo se confundió con el sonido del viento y con el rumor de las olas , que se agigantaban y rugían.
Mi retina fue herida, había llegado el momento. Jamás solté el trapo, que tenía arrolladito junto a mí, en el centro mismo de mi pecho, que se abría, mostrando un corazón que retumbaba, que hacía un ruido quizás más poderoso que el de pleamar.