miércoles, 30 de marzo de 2011

Cuento de Niño Rubio.

Allí estaba el libro, un libro de casi seiscientas páginas, abierto antes del prefacio.En esas páginas que nadie ve, estaba la foto impresa en blanco y negro. Era una foto escolar, tomada en las afueras de un pueblo marino.
Un grupo amplio de varones, de alrededor de los diez años, vestidos con camisa y corbatín. En el centro estaba él, un niño rubio con la mirada perdida frente al mar, sin mirar la cámara. El viento le arrastraba los cabellos y sus ojos eran grandes , melancólicos, hartos de jamás ver las cosas de este mundo.
Todos los demás niños se veían apenas , estaban pintarrajeados en fibrón , casi tachados. Sola, como una aureola, la cara del niño rubio.
Quise rebuscar su nombre entre las líneas que aún quedaban vivas, se llamaba Martín y el autor le había dedicado el libro; es más, el niño era la razón de ser de ese libro.
¿Por qué? El misterio azotaba la noche y una luz muy tenue penetró entre las páginas.No sabía como había llegado el libro hasta allí, pero entre el aullido del viento nocturno, supe inmediatamente que quién había borroneado a todos los demás niños había sido yo y que había dejado la cara de Martín sola, para mirarla, reconocerla entre medio de los tiempos, decirle cosas , reflejarme en sus ojos sin vida.
Había dejado la cara de Martín muerta ,muertísima, frente amí; mirando una lejanía que él amaba , pero que nunca había visto y ese no existir de un horizonte no vivido, me hacían querer volver.
A dónde , no lo sabía.Cerré la tapa casi con violencia y me dirigí hacia la puerta ; casi en el frío umbral de mármol, un saber trituró mis sentidos.Martín era mi hijito muerto.
Por qué un escritor casi desconocido, había puesto la foto de mi niño muerto en su libro y se lo había dedicado, como una razón de ser.La foto de él , que jamás llegó a ver el mar, pero que seguramente lo amaba tanto como yo. ¿Quién era el escritor?¿Por qué su libro había llegado a mí?

Regresé a la sala, volví a mirar su foto, supe que las respuestas jamás llegarían , leí el título, el nombre del autor y le agradecí en silencio el haber conocido tu rostro, Martín, hijito. Ahora sé como te llamás, ahora sé de tu mirada, ahora sé donde acunarte entre tanta eternidad.En el medio de una noche cualquiera, con viento y luz de vela, tuve el descubrimiento más doloroso y más bello.

Al fin conocer tu cara, desde siempre muerta, pero mirando al mar.

martes, 8 de marzo de 2011

Alta Temperatura de la Atmósfera.


                    
     "... era de todo menos hembra"

                                                         Florencia Menéndez


El viento lastimaba y el mar amenazaba. La palabra "inhóspito", tantas veces leída, tantas veces vacía, estaba ahí.
La arena era dura y de un amarillo sucio y largos pastos crecían al descuido, largos, ásperos. Látigos verdes esparcidos por el arenal.
Yo sólo quería pensar. Decidir entre regresar o quedarme avivir en ese mundo para siempre. Llevaba un trapo descolorido sobre el pecho, arrollado, como un niño triste.
Me tumbé en la playa de cara al sol (otra frase no puedo poner). Los rayos eran agresivos como la arena que el viento incrustaba en la piel, como pequeñas piedrecillas de tortura.
Pasó un tiempo, un tiempo marino, o sea , indefinible.
Ahí apareció.
Las pupilas dilatadas , los ojos casi naranjas sobre una piel que parecía verde, una voz de otro mundo que recitaba el poema más bello, más cruel y más peligroso que se podía escuchar. Son palabras que no quiero repetir.
Su cara estaba casi pegada a la mía, tenía que romper el hechizo y le pregunté cuánto quería. Me mostró cuatro monedas de 25 centavos, plateadas y refulgentes. Creo que me quedé ciega por unos segundos. Me lamió. El intento había sido infructuoso.
Se quiso tumbar al lado mío, pero el viento se lo impedía. Me levanté para mostrarle los hilos finos de sangre que corrían sobre mi espalda. "La arena lastima", creo que le dije , pero al final lo consiguió.
A mi lado, murmuró algo, pero ese murmullo se confundió con el sonido del viento y con el rumor de las olas , que se agigantaban y rugían.
Mi retina fue herida, había llegado el momento. Jamás solté el trapo, que tenía arrolladito junto a mí, en el centro mismo de mi pecho, que se abría, mostrando un corazón que retumbaba, que hacía un ruido quizás más poderoso que el de pleamar.